A lo largo del tiempo la música se ha utilizado tanto para sanar
como para liberar o introducir “demonios” dentro del cuerpo. Los rituales
mágicos y religiosos de las tribus más ancestrales servían para canalizar la
“divinidad” o “el más allá” en la cultura de los pueblos. El chamán era una
especie de dios con un poder omnímodo sobre los demás, utilizado como un
mecanismo de control sobre todo el clan. En los papiros egipcios ya se
describía la influencia que tenía la música sobre los demás.
Los pitagóricos relacionaban la
enfermedad mental con un desorden del alma y la música tenía el poder de
restablecer la salud humana. Para Platón la música tenía un origen divino y procuraba
el beneficio de calmar a las personas, sin embargo, fue Aristóteles el que
desarrolló a través de la teoría del Ethos, que la música podía provocar
diferentes estados de ánimo. El gran hallazgo fue que la música podía
configurar el carácter de la gente.
Por lo tanto, a través de la
música y de sus elementos como el sonido, el ritmo, la melodía o la armonía,
podrían facilitar y promover la comunicación, así como las relaciones, el
aprendizaje, el movimiento, la expresión, la organización y otros objetivos. La
música puede satisfacer tanto las necesidades físicas, como las emocionales,
mentales, sociales y cognitivas. El valor de la música puede ser inmenso y
utilizarse como un instrumento para producir cambios. Sin embargo, como en los viejos
viajes del LSD, podían explorar aventuras asombrosas y estupendas o, por el
contrario, transformarse en una travesía hacia el infierno dependiendo de la
predisposición del viajero. Si su vida era un infierno allá que iba “de
cabeza”.
La potencialidad actual de la
música se refleja en la obra de Oliver Sacks, Musicofilia, que analiza un relato sobre la música y el cerebro
donde a través de fenómenos como la
«amusia» –o incapacidad para sentir la música–, el híper-musical síndrome de
Williams –un extraño fenómeno de extrema sociabilidad–, las alucinaciones
musicales, las melodías pegadizas susceptibles de convertirse en bucles sonoros,
los perjuicios de nuestra fijación con el iPod o la música como inspiradora de
auténtico terror, elabora un lúcido
análisis de la identidad humana y de cómo la música, en un mundo en el que
no hay manera de escapar de ella, es un
factor clave para crear esa identidad, ya sea de una manera patógena o como un agente
enormemente positivo a la hora de tratar el Parkinson, la demencia, el
síndrome de Tourette, la encefalitis o los ataques de lóbulo temporal. Por
tanto, los avances de la medicina “científica” occidental han establecido una
relación empírica entre la música y la salud mental. Esta obra de Oliver es un
buen entretenimiento para este verano.
Es cierto, hay muchas personas
incapaces de sentir la música -Amusia- pero yo cada vez estoy más convencido
que estas almas “cándidas”, incapaces de emocionarse y de interpretar esta
“sensiblería” como algo vergonzante, no están preparadas para tener un sentimiento
de ternura y de afecto hacia el mundo que le rodea, ni siquiera con los seres
humanos que configuran sus propias redes sociales.
Incluso, las consecuencias de la
amusia pueden ser graves, porque pueden provocar una “diplopía mental” con
ataques complejos de una forma de epilepsia musicogénica. Sin embargo, en otros
puede provocar una Musicofilia repentina con una asombrosa aparición o
liberación de talento y pasión musical. ¿En qué grupo te encuentras tú? Es
evidente que no todas las personas tienen las mismas actitudes ante la música, ya
que esta actúa y se comporta como un enzima neurológico que modula reacciones
químicas cerebrales. Esta situación tiene un fondo atribuible a factores
endógenos, que son los menos, pero que tiene un peligro que hay que conocer
para prevenirlo.
En algunos casos la “amusia”
incapacita a la persona para sentir, no solo la música, sino también cualquier otro
sentimiento relacionado con la empatía. Estas personas que empiezan repudiando
la música acaban rechazando a los músicos y por extensión a aquellos que son
diferentes a ellos. Aprovechemos este verano para hacer “ejercicios
espirituales de solidaridad musical” que, en definitiva, nos ayudarán a ser más
felices. Hay que empezar por no odiar las canciones napolitanas, ni el jazz, el
blues, el soul, el rock o incluso la música clásica. Disfrutemos oyendo música
y, especialmente, acudiendo a los conciertos de verano. Lancemos un grito positivo
para evitar esta terrible enfermedad social que es la Amusia ¡Más música y más
cachondeo! Y si lo acompañamos con melodías de Donny Hathsway, de Gregory
Porter, Melody Gardot o, incluso, los Rolling Stones, mejor que mejor.