sábado, 23 de noviembre de 2013

BIOGRAFÍA DE UN CAMBIO


En los últimos 5 lustros, que no es poco, mi trabajo ha sido más gratificante de lo que yo esperaba. Mi vida dio un giro radical ya que cambié la bata, las guardias agotadoras en la UVI, los cateterismos o los tubos endotraqueales,  por la tiza y el borrador.  Cuando empecé este nuevo camino lo hice con gran ilusión, nunca eché de menos mi vida pasada de médico, aunque esta situación fue más un estado emocional que vocacional. Pero tenía muy claro que pasar toda la vida laboral en una UVI podría ser una desgracia, incluso el preludio de un fin anticipado. Cuando me preguntaban por mi profesión, incluso después de abandonar la clínica, respondía que médico y no profesor. Sí es verdad que cambié de tareas, pero el objetivo era el mismo, dejé el “trabajo de campo” que era agotador y trabajé desde la medicina, la psicología, la sociología e, incluso, la ecología. Mi trabajo era más teórico y mi mirada fue más allá que desde el interior de un simple catéter.

 
No cabe duda que esta nueva perspectiva sobre la salud y la muerte me hizo cambiar radicalmente, entre otras cosas porque me ponía en la frontera. Frontera que me colocaba en el ostracismo de la ortodoxia médica pero que amplió mi consciencia y, no solo eso, sino que me hizo crecer como ser humano. Esta visión diferente de la medicina, venía  a satisfacer uno de mis sueños más vetustos desde que empecé a trabajar en el hospital. Cuanto más trabajaba en la medicina intensiva, el conocimiento y la reflexión no eran suficientes para desentrañar los problemas en mi vida diaria, no era capaz de encontrar las soluciones adecuadas en mi trabajo de médico intensivista. Es verdad que tenía poco tiempo para reflexionar y, mucho menos, para ser crítico ante una medicina que se estaba deshumanizando a pasos agigantados conforme se plegaba al Dr. Frankenstein de la avanzaba tecnología, todo un contrasentido. Esta etapa sobrevino en el tiempo justo, cuando estaba saturado de experiencias, muchas de ellas poco gratificantes.

 
Los primeros años en la docencia fueron difíciles, las malas condiciones académicas, laborales y económicas me hicieron dudar en algunos momentos, sin embargo, el contacto con los alumnos era rejuvenecedor y muy gratificante. A lo largo de todos estos años la metodología en la enseñanza cambió mucho y para bien. Mi gran obsesión era no ser un profesor excesivamente ortodoxo y dogmático, desde el principio tenía muy claro que el objetivo fundamental era procurar que los alumnos y las alumnas desarrollaran imaginación y una actitud crítica y reflexiva ante los problemas sociales que intervenían en las formas de enfermar y morir. Siempre provocaba el debate, huyendo de la pasividad de algunos que, a veces, actuaban como si estuvieran “lobotomizados”, robóticamente tomaban apuntes, como si se tratara de una clase de recetas de cocina. Prefería, de una forma intuitiva, que tuvieran una “mente bien ordenada” antes que otra “llena de muchos datos”, como posteriormente nos recomendara Edgar Morin.

 
Uno de los cambios más importantes, respecto a mi vida anterior, fue que “yo era dueño de mi tiempo”, podía disponer con mayor amplitud de muchas horas para ocuparlas en mi nuevo trabajo o, incluso, para pasear entre clase y clase. Tantos años siendo esclavo de los horarios, con más de diez guardias al mes me obligaba a estar enclaustrado en el hospital. Las clases las viví como una bendición, incluso me sentía muy afortunado porque, además de hacer algo que me gustaba y distraía, me pagaban. Este era el mejor indicador de mi satisfacción.

 
Mi objetivo fundamental en el trabajo de la Universidad era el “camino” a recorrer, no quería tener grandes pretensiones al iniciar una carrera alocada para llegar a lo más alto del escalafón, especialmente porque conocía cual era el precio que tenía que pagar. Nunca me sometí a nadie y no lo iba a hacer ahora. He conocido a mucha “gente mediocre” en el Sancta Sanctorum o Templo de Salomón del conocimiento o de las banalidades, la Universidad, lo cual me sorprendió y mucho. Esta circunstancia me hizo tener una visión casi compasiva del ser humano, aquí pude conocer lo vulnerable y débil que podría ser, aunque “supuestamente” fueran personas “ilustradas” con más recursos intelectuales para afrontar todo tipo de coping. Pero no, a veces la realidad era muy cruel, se producían luchas encarnizadas para alcanzar unos objetivos que servían básicamente para obtener unos refuerzos psicológicos y así alcanzar un supuesto reconocimiento de éxito o triunfo. Otros elementos como la excelencia científica, no se tenían en cuenta, de nuevo un contrasentido. Afortunadamente yo podía desarrollar mi trabajo siendo ajeno a estas guerras de guerrillas. Mi autonomía era total, yo iba a lo fundamental y las distracciones para los demás. Mi trabajo anterior me ayudó a valorar lo que realmente era importante.

 
En esos días tenía tiempo para prepararme las clases, diseñar y trabajar en la investigación, asistir al Real Conservatorio Superior de Música, aprender música y tocar el violín, pasear con mi familia, cultivar mis aficiones, etc. este era el mayor regalo que me hacía la Universidad. Por primera vez, el trabajo no fue un tripalium o “potro de tortura”.

 
Mi condición de médico me proporcionó algunos problemas, incluso provoqué una “cruzada” a nivel nacional. Mi Departamento era de Psicología Social y Sociología ¡Qué raro para un médico! ¿O no? Cuando salió la plaza a concurso oposición con el perfil de “Problemas psicosociales de la salud”, en ese momento, algunos médicos “atrasados mentales” y viejos “amigos políticos” que profesaban la cultura de la exclusión y la intolerancia, consideraron que todo lo referente a la salud debería ser patrimonio exclusivo de los Departamentos médicos y de salud pública, no comprendían que la salud podía ser objeto de estudio desde otras ciencias sociales. La movilización de la “secta médica” fue escandalosa, tuvo una proyección nacional y me impugnaron la plaza desde muchos rincones de este país. Estuve en el ojo del huracán y lejos de amedrentarme me sentía orgulloso y contento, lo viví como una injusticia social que debía combatir. Estoy convencido de que, de no haber sido yo uno de los candidatos a esta plaza, las cosas hubieran sido diferentes. Afortunadamente prevaleció la razón y la respuesta fue el rechazo del Ministerio a dicha impugnación

 

Durante todos estos años, he ido seleccionando mis preferencias en la medida que pude. Mi actividad se amplió poco a poco y estuve ocupando cargos de gestión en la universidad de Granada durante más de una década. Dirigí un grupo de investigación que me ocasionó muchas alegrías y algunos quebraderos de cabeza. Llevé a cabo proyectos de investigación, entre ellos recuerdo un estudio en Marruecos sobre el Cannabis Sativa, el cual me ayudó a viajar y conocer el Rif. Este trabajo lo desarrollamos tres grupos de investigación distintos, cada uno ocupaba una parcela diferente. Uno de ellos fue dirigido por el Dr. Ethan Russo (Primero a la izquierda), médico neurólogo americano que investigaba los aspectos médicos de la marihuana, los efectos terapéuticos del Cannabis ocupaban ya un lugar en los libros de medicina. Mientras tanto yo me ocupaba de todo el área psicosocial de esta droga.  

 
¿Para qué sirve la Universidad? ¿Qué papel puede desarrollar en una sociedad como la nuestra? ¿Cómo funcionan las agencias de socialización? Estas claves deben ser meditadas pausadamente. Es evidente que los parámetros que nos ayudaron en épocas pasadas para conocer e interpretar nuestra realidad, hoy día no pueden ser las mismas. La globalización y la complejidad deben ocupar un lugar preferente en este análisis. Hay que tener en cuenta que “El desafío de la globalidad es la complejidad” y que los problemas sociales no son solo locales, son globales y las nuevas unidades de análisis nos ayudarán a comprender la dimensión de los problemas en el mundo actual, entre ellos la salud. Esta es una parte de mi biografía y como afronté los cambios que voluntariamente elegí.

 

 

sábado, 9 de noviembre de 2013

UN CUENTO DE NAVIDAD


El sol ya se había ocultado por el horizonte y yo caminaba de vuelta hacia mi casa. Estaba en un lugar perdido, en las afueras de la ciudad. Allí no llegaban ni los servicios de limpieza, ni siquiera los postes de la luz. El ruido ensordecedor de la circulación se había quedado atrás y la luz eléctrica también me había abandonado, solo se veía en el fondo de la oscuridad una silueta de luces que marcaban las casas de la población. Caminaba a oscuras y en silencio con la única compañía de mis pensamientos y algún que otro ladrido lejano. Recordaba como en menos de un año había cambiado tanto nuestra vida. A mi mujer, Telesfora, le habían diagnosticado una tuberculosis acompañada de una fibromialgia que la tenía postrada e incapacitada todo el día en la casa. Gracias a su madre, Dña. Eulogia,  que vivía con nosotros, podía atender los quehaceres domésticos y a los tres hijos que teníamos, el mayor con nueve años y los otros de cinco y tres.

Durante el camino de vuelta recordaba que, otro día más, la búsqueda incesante de trabajo había sido inútil. Hacía más de un año que estaba en paro y el país se iba a la mierda. Todos los días despedían a miles de personas del trabajo y la pobreza iba en aumento. Las perspectivas según los políticos y la de sus amos eran muy pesimistas, no había un espacio para la esperanza y la dichosa crisis, que nos estrangulaba, se preveía que iba a durar varios años. El futuro era un cielo negro lleno de nubarrones, por esto no podía comprender por qué la gente actuaba como si no pasara nada.  Me preguntaba por qué en el centro de la ciudad ya estaban colocadas y levantadas las ofrendas al dios del Consumo y las luces de navidad. Aún faltan dos meses para la “noche buena”, el 24 de diciembre y ¡Ya están ahí! ¿A qué juegan estos políticos? ¿A quién pretenden engañar? ¿Por qué esta provocación? ¿Acaso para ocultar, a través de las luces de colores, la inmensa miseria de los desahuciados del capital?

Yo era un economista, creo que bueno y llevaba la contabilidad de dos grandes empresas hasta que hicieron un ERE y fui despedido. Mí día a día, era vagabundear por la ciudad y buscar trabajo, lo intenté en las comunidades de las viviendas para llevar la administración, en todos los sitios me decían que habían expulsado al administrador por lo de la crisis, ¿Usted me entiende?  ¿De camarero? Tampoco, porque decían que era demasiado viejo. Solo tengo 45 años pero mi calvicie prematura y las canas que había heredado de mi madre me daban un aspecto más mayor. ¿De albañil? ¿Dónde? Si desde hacía varios años no se construía una casa nueva, ¡Imposible! ¡Qué gran paradoja! Tener un título universitario era un hándicap para encontrar trabajo.   

Pero, a pesar de los problemas, mi mujer y yo éramos optimistas, nos queríamos y nuestros hijos eran nuestro motor y una bendición divina. Mi mujer trabajó de enfermera antes de sus dolencias y ahora no cobra ninguna ayuda porque era interina haciendo turnos nocturnos, algunas veces la veo llorar porque la situación cada vez está peor y es muy difícil de sobrellevar. 

Juntos podíamos superar todas las dificultades. Sin embargo,  solo nos quedaban cinco meses para cobrar una ayuda de 500 € al mes. Nos habían embargado y echado de nuestra casa por impago de la hipoteca y nos vimos obligados a vivir en un cuchitril de 40 metros cuadrados. La nueva casa era una semicueva y las condiciones muy precarias. Por todas estas circunstancias, mi mujer Telesfora tuvo una infección tuberculosa, aunque dijo el médico que se había contagiado en el hospital.   

Cuando llegué a nuestra casa, me la encontré llorando con gran desconsuelo, junto a ella estaban los niños muy asustados y nerviosos.

¡Por fin! Ya estás aquí ¿Por qué has tardado tanto? Ya sabes, he estado buscando trabajo, pero ¿Qué te pasa? parece que se ha muerto alguien. No, no se ha muerto nadie, por ahora,  aunque todo llegará. ¿Qué ha pasado? Han estado aquí los del Servicio Social, han venido a inspeccionar la casa porque se han enterado que tengo una tuberculosis y ellos piensan que puedo contagiar a los niños. Yo creo que nos van a quitar los hijos. ¡Anda ya! son figuraciones tuyas. Intenté calmarla pero mi esfuerzo no logró tranquilizarla.

Al día siguiente volvieron los del Ayuntamiento con una orden judicial junto a dos policías municipales. El miedo se reflejó en la cara de mi mujer y de mis hijos. Entraron a empujones en mi casa y se llevaron todo lo que teníamos, la casa enmudeció, Telesfora y yo, sin fuerzas, nos desplomamos en el suelo y el sufrimiento nos impidió soltar una sola lágrima. Nos quedamos abatidos, indefensos, impotentes y cargados de odio hacía un mundo que nos había arrebatado todo, incluso la dignidad como seres humanos.

Al mes de haber sido ultrajados, Telesfora, mi mujer, cayó muy enferma e ingresó en el hospital. En solo dos meses murió y los médicos no comprendieron porque había muerto, algunas enfermeras dijeron que no tenía ganas de vivir, que la vida sin sus hijos no tenía sentido. La noche del 24 de diciembre exhaló su último aliento. ¡Maldita sea la navidad y sus luces de fiesta! No comprenden que hay muchas familias que están sufriendo ocultadas tras el papel de celofán  de los mantecados de las monjas de clausura. Escondidos, aislados, invisibles ante el mundo exterior. Cuanto más aparece la normalidad hay más ostracismo y  silencio.

Hoy estoy en este hospital, me ingresaron la noche vieja por un delirium tremens y desde hace más de tres meses no sé nada de mis hijos.

Apaguemos las luces que nos deslumbran y ocultan lo que hay en la oscuridad.

sábado, 2 de noviembre de 2013

UNA HISTORIA DE LA VIDA COTIDIANA


Esta historia comenzó­ hace muchos años, tantos que parece de otra época, casi a mediados del siglo pasado. Me da vergüenza contarla y que alguien piense que estoy narrando mi propia vida. Todo comenzó en una cueva, era un lugar bellísimo donde organizaban fiestas y guateques. Yo me encontraba allí casi por casualidad, aunque con la perspectiva del tiempo y lo descreído que soy hoy día, ya que cada vez pienso menos en la atribución de la razón a todos los acontecimientos de la vida, es muy probable que fuera cosa del destino. Cada vez que recuerdo aquellos momentos me zarandean como si hubieran pasado ayer, la emoción me recorre todo mi cuerpo, empezando por el cuero cabelludo hasta cada centímetro de mi piel y se me eriza de igual manera como cuando de niño me ladraba un perro, siento como toda mi epidermis queda acorchada, parece una especie de coraza que me protege y aísla de todo lo que me rodea.

Recuerdo aquella muchacha rubia con su abrigo blanco, los ojos celestes y una sonrisa que me llenaba de paz y de alegría. Desde ese primer momento no necesitábamos hablar mucho, nos comunicábamos con la mirada, con gestos y parecía desprender un halo blanquecino que me envolvía y me colmaba de felicidad. En aquellos momentos no era muy consciente de lo que me pasaba, solo me transportaba a un mundo que me hacía olvidar de donde venía y los problemas de mi vida cotidiana. De una manera, aparentemente inconsciente, cuando la tenía entre mis brazos bailando y aspirando su olor, su aroma, me embriagó de tal forma que salieron de mi boca unas palabras que me sorprendieron a mí mismo. Me sentí muy turbado, casi avergonzado por mi atrevimiento, durante unos segundos la observé esperando que me recriminara, sin embargo, estaba tan azorada que no pudo reaccionar. Uf! pensé, esta vez me he escapado.

Cuando acabó la fiesta, bajamos la colina abandonando la cueva, íbamos en silencio, no sabía que decir, debía pedirle disculpas pero, de nuevo, sin saber por qué, le ofrecí que se apoyara en mi brazo para que no tropezara por la vereda que nos conducía a la ciudad. Quedé muy sorprendido porque sin hacer ningún gesto se cogió de mi brazo y, de pronto, todo cambió. El camino, bordeado por yucas y con las luces de la ciudad al fondo, me pareció que estaba en otra dimensión, en otro lugar o, más bien, en una nube. Hablamos muy poco, solo algunos comentarios intranscendentes, pero la sensación que tenía era que habíamos caminado juntos toda la vida, cogidos uno del otro. Pareció detenerse el tiempo, aunque íbamos caminado, nunca llegábamos al final de la cuesta, incluso hoy día lo recuerdo como unos momentos eternos, fueron minutos, segundos, sin espacio de tiempo.

Al dejar el camino y pisar el asfalto seguíamos agarrados uno al otro, yo la apretaba con fuerza a mi codo y ella se aferraba fuertemente a mí. En ese momento comprendí que había otra vida, muy diferente a la mía que era más bien triste, aburrida, sin motivo para la esperanza. ¡Íbamos del brazo! Y era ella, esa niña que aglutinaba como un imán a todos mis amigos, fueran varones o mujeres ¿Cómo podría definirla? Era diferente, única, muy bella por dentro y más por fuera, su alegría era contagiosa, limpia, inocente, con una pizca de ingenio e ironía que nos sorprendía continuamente. Muy querida por sus amig@s, nunca le conocí ningún “enemig@”, simplemente porque jamás los tuvo.

Me sentía muy afortunado solo con estar a su lado. Cuando llegamos a su casa y nos despedimos, confiando en vernos al día siguiente, comprobé que en mi brazo y en mi mano había quedado impregnado su aroma, su olor, su presencia, este era el gran regalo que me había dejado en un día tan importante para mí. Comprobé que, en el camino de vuelta hacia mi casa, había desaparecido, como por arte de magia, la pesadumbre que siempre me acompañaba al volver a un hogar donde precisamente yo no era muy feliz.

Al día siguiente paseamos juntos y al otro y al otro también, hasta que entrecruzamos los dedos en la cuesta Escoriaza para “probar” una historia de amor. Cada día era diferente, un nuevo día, un amanecer distinto, una ilusión renovada día a día. Hubo palomas blancas que se perdieron por el rio, tardes de lágrimas y llanto, abrazados bajo la cruz de piedra en el Carmen de los Mártires y la pregunta, terrible pregunta, pero ¿Por qué lloras? ¿Has dejado de quererme? ¡No, no, es porque te quiero mucho! ¡Uf! No eran mariposas en el estómago, eran dragones de fuego que nos fundían como al plomo y nos calentaban con mucha fuerza.

Así pasaron los años, viviendo una “vida cotidiana” que, al parecer, no es tan cotidiana, pero que es la vida, nuestra vida. Su luz siempre me acompañó, una luz dorada y blanca que envuelve a todo aquel que se le acerca, tiene suficiente para calentar y abrigar a toda la humanidad. Una luz que nos salva de la mediocridad de tantas y tantas vidas necesitadas de la adulación, que no del respeto, de la indignidad, de la injusticia, de tantos y tantos seres humanos que están braceando día a día en el fango de la intolerancia y del desprecio.

Cuesta Escoriaza, Granada.

 Noviembre de 1967